LEOCADIO ORTEGA: ELEMENTOS DE UN NAUFRAGIO

Nicolás Melini

Elsa López y Leocadio Ortega el 16 de marzo de 1991


No he conocido a nadie que se haya puesto tantos obstáculos para escribir. Hay personas que parecen caminar hacia atrás, como los cangrejos. De lo que fueron capaces, poco a poco, dejaron de serlo. Yo mismo temo a veces ser un poco así. Aunque tal vez lo que pase es que, con cierta frecuencia, creo de mí todo lo que descubro posible en los otros. Leocadio Ortega fue un prodigio al principio, se presentó a un montón de premios literarios con cuentos y poemas, sólo por el dinero, y ganó algunos. De aquellos cuentos y poemas no sé que se hizo. Tengo la sensación de que Leocadio no los consideraba. Hasta el punto de que acaso formen parte de lo que ya es un mito, pues el propio autor los olvidó en un limbo al no recuperarlos nunca. Lo que sí dio a luz fue un libro estupendo, Prehistórica y otras banderas, y un poema maravilloso, Elementos de un naufragio, que publicamos precisamente en una revista literaria que hacíamos por entonces en la isla de La Palma, los Cuadernos Literarios Azul. En aquellos tiempos, Leocadio ya se había mostrado como un ser demasiado frágil, muy tímido, que bebía mucho y se manejaba mal en las cosas elementales de la vida. Creo que, con todo ello, suscitaba el que muchos quisieran echarle un cable, a ver si con un poco de ayuda salía de allí. Recuerdo la noche en que le presentaron su libro en la casa de cultura de su pueblo, Barlovento, en el norte de la isla. En el recinto no cabía un alma, había gente de pie por todos lados, y se respiraba un aire extraño, como si se hubiera corrido la voz de que Leo publicaba un libro y había que ir a arroparlo. Las calles del pueblo estaban vacías. Todo el mundo se encontraba en la casa de la cultura. Era un gesto tan solidario por parte de aquellas gentes que resultaba emotivo. La presencia de todos allí. Su expectación. Uno de esos bellos actos de amor colectivo que escasamente presenciaremos a lo largo de nuestra vida. Después de las palabras de Elsa López, poeta, editora del libro, llegó el turno del autor y un silencio tenso, de magnífica expectación, se hizo en el recinto. Leocadio pareció disponerse a hablar, con los ojos grandes y limpios como los de un niño, pero, a pesar de hacer un gesto que indicaba que iba a abrir la boca, se quedó así, callado, mirando al frente con los ojos grandes, incapaz, paralizado, mientras la expectación se transformaba en un aplauso de apoyo –vamos, Leo, tú puedes—, y a él le brillaron unas lágrimas de impotencia en los ojos, quieto, mirando al frente, mirando a todos y a ninguno. Por fin Elsa llegó en su auxilio para disculparlo porque estaba muy emocionado y no podía hablar, distendiendo la situación hasta que todo el mundo comprendió que las palabras de Leo no se producirían. Así que en la presentación del único libro que publicaría, en el día más importante de su carrera literaria, Leo no dijo nada. Por eso cuando descubrí el libro Bartleby y compañía me acordé de él. Si Vila-Matas lo hubiese conocido, si hubiese estado allí… Aquel momento lo inmortalizó Miguel Calero y esa fue la fotografía que publicamos en el primer número de Azul, junto al premonitorio poema Elementos de un naufragio. Un poema que parecía estar ligeramente por encima de los poemas del libro, pero que además hablaba, desde su título, del proceso vital en el que ya debía de encontrarse Leocadio. A menudo se emborrachaba y dormía por ahí en cualquier banco. Se caía y se rompía las gafas. Años más tarde le dediqué un capítulo de mi libro Cuaderno de mis mayores, y allí relaté cómo con las poquitas ventas de los Cuadernos Literarios Azul le comprábamos unas gafas nuevas, o el día que recibió una ayuda económica del Cabildo Insular, para que escribiese un libro trazado por varios géneros, y, ni corto ni perezoso, se dirigió al campo de fútbol de su pueblo, donde tanto sopla el viento, y los tiró al aire en medio de un partido: los aficionados corriendo tras los billetes, recolectándolos, para luego llevárselos a su familia. Me llamaba por teléfono desde alguna cabina y me pedía un chándal, o unos tenis, porque tenía que ir a Tenerife a hacerse un tratamiento (el nervio del codo, decía, lo tenía dañado, era degenerativo, no podía escribir), quedábamos en algún sitio y se los daba. Eran los primeros años de los noventa. A menudo cogía la guagua en su pueblo y se dirigía a Santa Cruz de La Palma. Se recorría todos sus bares, bebía mientras le quedase algún dinero o le invitaran. Por las noches dormía en un banco debajo del Ayuntamiento o se dirigía hacia el puerto (alguien me dijo que se lo encontró allí, durmiendo entre unos containers). En aquellas ocasiones siempre había alguien que lo cogía por banda y le decía toma, Leo, para la guagua, pero cógela, no te lo gastes, márchate para casa; y muchas veces esa persona era Carlos Hernández, alma mater de los Cuadernos Literarios Azul, hombre de radio, y el verdadero responsable de que sus poemas hayan llegado hasta aquí. Es increíble cómo el tiempo transcurre a una velocidad a menudo tan distinta para unas personas que para otras. La vida de todos nosotros habrá experimentado algunos cambios desde entonces. Piense cada cual dónde se encontraba en 1991 y dónde ahora. Sin embargo, quince años después, Leo continuaba con su costumbre de bajar a Santa Cruz de La Palma a beber y dormirse por ahí, cada vez menos capaz de alumbrar un poema. Y precisamente esa última noche, a quien se encontró fue a nuestro Carlos, su Carlos, que le dio un euro para la guagua y le dijo que no fuera tonto y se marchase para casa, que ya estaba bien. Pero Leo, en su naufragio, por el motivo que sea (nunca lo sabremos), en vez de coger la guagua se dirigió al puerto. Tambaleante. Cansado. Se sentó en algún sitio cerca del agua, dormitando, y cuando se fue a dar cuenta se vio en el mar, chapoteando sin fuerzas para permanecer a flote. Naufragando a conciencia y por desgracia para siempre, pero para siempremente siempre. No es sencillo manejarse con la idea de que Leo haya muerto. Son cosas que duelen. Ver a un escritor que admiras mojado por la muerte, sus ropas chorreantes de arriba abajo. Morirse resulta siempre un acto grotesco y absurdo. Jamás tiene sentido. Pero algunos preferirán pensar que el propio Leo lo quiso así. No pocos poetas murieron en una ambigüedad parecida; me estoy acordando ahora de José Agustín Goytisolo, o de esa gloria nuestra, desaparecida en plenitud juvenil, que fue Félix Francisco Casanova: el uno se precipitó por una ventana, a posta o sin querer, como parecía rezar la versión oficial; el otro murió en la bañera, asfixiado por un escape de gas, y siempre habrá quien piense que tal vez él mismo lo previó. Leocadio se precipitó al mar sin querer, por la borrachera, por el cansancio; o, tal vez, quiso cumplir con la terrible premonición del título de su poema. De ser así, Leocadio sería ese poeta de vida esforzadamente pequeña, para que lo único que trascienda de ella sean sus versos. Haber escrito Elementos de un naufragio y caerse al mar es una coincidencia macabra –o un último gesto poético.


ELEMENTOS DE UN NAUFRAGIO
Leocadio Ortega

Ahora que me lo pienso
ahora que es algo tarde, temprano y llueve
si alguien sencillamente me lo hubiese preguntado a tiempo
si a través de la bocina del bello animal del sueño tantas veces clausurado
si en la vigilia o fiebre de los días definitivamente vencidos me transmiten la noticia
si yo lo llego a saber seguro que no me coge
eso ni por asomo

pero la poesía entró silbando bajito así
sin que yo me diera cuenta
sin preguntas sin pretextos sin respuestas
se abrió paso a puñetazos
y traía olores buenos en el buche
verdades como autopistas
y un atisbo de respiración caliente
como sol empecinado que se instala en todas partes

luego establecimos un sistema de confianzas y pactos mutuos
compartimos con denuedo casa cama comida y mantel
fábulas y territorios de hermosa hechura
nutricios orgasmos avivados por el urgente combate
de dos cuerpos que se aman

ella paseaba por la lluvia inaugurándola despacito
para no despertar sospechas y rumores innecesarios

yo miraba con cautela por primera vez sus formas
sus hilos fundamentales
sus poderosas piernas inundadas de eficacia
su inequívoca manera de nombrar las cosas
la memoria la belleza los placeres el dolor
a cada una con la palabra justa e insobornable
porque además de torcazas cielo árboles mujeres
hay hambre y sufrimiento y tristeza en el mundo hay

montones de deseos hondos y prioridades me asaltaron
y por vergüenza o contagio me puse a trabajar aplicándome
a la tarea de ordenar el caos que reinaba en la trasnoche
de esta sólida soledad sonora donde ya no cabe más
y hasta es posible que haya sido feliz sin darme cuenta
quien sabe si por falta de costumbre
no lo recuerdo muy bien porque carezco de datos
y me sobran charcos y desmemorias

por eso ahora que me lo pienso
ahora que reflexiono
si llego a enterarme a tiempo
si llego yo a imaginar de la misa a la mitad
no me atrapa ni de broma
y se queda con las ganas para siempre
pero para siempre para siempremente siempre

la verdad es que yo no sé si me explico me replico o contradigo
sólo quiero aclarar que me hace una falta muy honda
y aunque es probable que este sea mi último poema
mi última y torpe ceremonia para decirle adiós muy buenas que te vaya bien
no te olvides de mis duelos mis amores mi bufanda

la poesía va a seguir andando palpitando germinando
en las nalgas de las chicas sabiamente tendidas sobre la arena húmeda
en los quicios de las puertas y ventanas de las farmacias de guardia
donde los pobres esperan su diaria ración de globos y caramelos fríos
en el vientre de los niños que sin un vaso de leche en la mano interrumpen
el tráfico al mediodía
en la proa de los buques que navegan con la única esperanza de llegar
alguna vez a puerto
en alcobas de caprichos útiles y caricias suaves y necesarias
en el encaje de las separaciones del último crepúsculo que apuntó la aurora
en tantas y tantas cosas que no digo porque hace frío y me mordí la lengua

y en su nombre sin duda alguna que cambia y no cambia
con los ojos y las bocas de los hijos que lo pronuncian.